Aeropuerto en sol mayor- Melissa

Las religiosas que venden atalaya tienen un puesto grande y vistoso en el aeropuerto de Oakland, California, con jóvenes sonrientes en vestidos normales de jóvenes, y publicaciones coloridas.
Llegamos temprano y desviadas del originario destino en uno de los múltiples vuelos madrugadores que nos hacían querer un poco menos por ese día, a nuestro ya re-querido Mateo Ginsberg y su intensa gira gringa.
Karla con su guitarra como caparazón, las maletas de siempre. En medio de nada nos dejamos atrapar por el arpegio de un guitarrista más triste que esa mañana sin dormir, ¡ay no, dice karla, que terrible ese hombre¡. Él sabe tocar ese instrumento de una cotidiana depresión ante un día de trabajo en la calle. Muy mal para iniciar esta mañana, afuera hay sol y la gente viaja.
La gente viaja, alguna gente. Se pone su ropa y su rostro de viajera, con más ansiedad que disfrute, aunque las excepciones siempre son las niñas y niños; enamorados, jubiladas que huyen del mal tiempo y disfrutan anticipando en la sala de espera sus destinos de aguas tibias y descanso. Siempre hago cuentas de cuanta gente negra viaja, cuántos indígenas,nunca hay muchos, a excepción de cuando una está en un territorio negro, pero aun así los aeropuertos no son tan multirraciales, como se supone es el mundo en sus bellos anuncios, ese territorio expresa bien esa desigualdad.
El ambiente de los aeropuertos no es nunca muy festivo, tiene más bien una atmósfera de tedio organizado y una espera de consultorio dental porque no dan poco miedo los aviones, las rutas, las horas de atrapamiento aéreo en manos de alguien que una nunca vio en su vida y no sabe en que cree.
Un café, digo rápidamente como cuando no sé bien por donde seguir. Vamos por un café. Con guitarra y maletas cruzamos el campo de visión del músico triste. Mirar otro instrumento lo anima, ¡hey, hello¡, nos saluda, amable. Karla, siempre cordial ante los desconocidos, acostumbrada a que la gente la salude en la calle, se detiene, le sonríe y contesta. Él pregunta sobre el instrumento, ella contesta. Y me meto: she is a singer, very good singer. El hombre comienza a tocar lo que le parecen ritmos de nuestras tierras de origen: la cucaracha, guantanamera, cielito lindo….en fin.. para tanta gente gringa, latino es ser mexicano o cubana. Y de pronto empieza a tocar muy suavemente la melodía Bésame mucho, una canción de Consuelo Velasquez, una compositora poco nombrada y extraordinaria.
Karla tararea, Cantá, le pido. Y le ordeno al músico que encienda un micrófono para ella. Las viajeras siguen pasando y los agentes de las empresas muestran boletos, revisan pasaportes. …Bésame mucho, .como si fuera esta noche la última vez, bésame, bésame mucho… El tipo toca muy bien y Karla canta con ese talento que le fue dado y ella cultiva. Canta hermoso y prístino a pesar de no haber tomado café. La música se va extendiendo como un humo ligero, como un olor. La gente se detiene, quien cerraba su maleta llena de regalos, sostiene una bolsita mientras mira hacia el origen de esa música maravillosa; con el boleto entre la mano de quien vende y quien compra se estanca la imagen porque ambos voltean a la cantante; las vendedoras de atalayas se ponen de pie y buscan quién es que atrae la música de esa manera. Las escaleras eléctricas se detienen y la gente sonríe, sonríe un hombre mayor que aprieta un celular, una joven en shorts, una mujer negra con un bebé que señala hacia nosotras.
Karla no se sabe toda la canción y repite el coro más de una vez, es tan potente, la veo con admiración, pienso en todo su poder, su fuerza, su increíble gracia vital. Quisiera decirle todo eso, como a todas las mujeres que conozco, quisiera decirles lo que puedo ver que ellas no logran o no parecen tomar para sí mismas. Darles el regalo de regreso de lo que son con tanta pasión y la increíble capacidad de plenitud que ya tienen entre sus manos. Lo que les hace ser, no esperar ni desear ni depender de nadie más. No sacrificarse por nada. Todo lo que tienen en la enorme habitación de sus vidas, de sus cuerpos, ellas perfectas, únicas, maravillosas como todas. Pero no sé decir esto y las palabras que no abonan, astillan, hieren y asolan.
El aeropuerto está detenido por la vital voz de la hondureña Karla Lara, el músico abre la boca y su guitarra ya no llora, el tiempo arrulla y somos felices todas y todos en esos segundos. Del piso superior, de la primera planta, del estacionamiento las personas se han detenido y se han abrazado en la música que les hace recordar, sentir, respirar.
Ella termina y ríe con esa risa de vergüenza que a veces tiene, la gente aplaude desde todos lados, intenso el aplauso, breve, agradecido, dulce. La cantante y el músico intercambian datos personales y las aeromozas retocan su lápiz labial y en los parlantes hacen el último llamado de un vuelo doméstico con destino a Hawaii.
melissa cardoza, mayo 2017

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